Mintzberg también ha escrito mucho sobre la forma en que establecer las coordinaciones dentro de una organización. Plantea, entre otras posibilidades, la de formalizar procesos. Se trata de documentar la manera en la que algo debe hacerse. Es un pilar básico por cuanto busca estandarizar lo que se sabe, esto es, que una operación se repita tal como debe hacerse para que el resultado final sea fiable y de la calidad requerida.
La formalización ha traído consigo toda una manera de entender la gestión. Es el mundo de la calidad, de los procedimientos, de las auditorías. Es también el mundo del rigor, de la robustez de los procesos. En su momento Japón era quien representaba esta filosofía de la mejor forma posible: procesos analizados en todo detalle para aportar valor mediante actividades que los operarios sabían hacer y a las que debían prestar atención para identificar posibles mejoras.
Sin embargo, el sistema encerraba una cierta perversión en tanto se formalizara en exceso. Por una parte, era la semilla de una posible burocratización: las cosas se hacen así porque lo dice «el sistema». Y hay que hacerlo siguiendo esos pasos en concreto, no otros mediante los cuales quizá llegáramos al mismo final. Además, formalizar puede desconectar a la persona de su trabajo. Todo está tan pautado que no hace falta pensar. Alguien entra al trabajo, se levanta la tapa de los sesos y deja su cerebro en la taquilla. No le hará falta en sus ocho horas de trabajo. Todo está pautado.
¿Dónde situar la dosis justa de formalización? Parece que sí o sí, es necesaria en cierto grado, pero ¿hasta dónde? La pregunta del millón 😉